La masacre de Nuevo Laredo

Hace una semana, militares agredieron a balazos a un grupo de muchachos que volvía a casa después de una noche de fiesta. Cinco murieron. El caso muestra los límites de la estrategia de seguridad de los últimos tres Gobiernos

De todo lo que se ignora de la masacre de Nuevo Laredo, y es bastante, hay un momento determinante: el del primer disparo. De los cuatro militares que, según el informe rendido a la Fiscalía, accionaron sus armas contra la camioneta de civiles el domingo pasado, alguien debió de hacerlo primero. Los demás fueron detrás. Dispararon más de 60 veces. Mataron a cinco jóvenes y dejaron a otro malherido. Uno más salió ileso. No hubo, que se sepa hasta ahora, una agresión previa, una provocación. Nada.

El caso recuerda a situaciones anteriores, el caso Tlatlaya, por ejemplo, con Enrique Peña Nieto (2012-2018) al frente del Gobierno, o el de los estudiantes del Tec de Monterrey, en años de Felipe Calderón (2006-2012). Pero también a casos de la actual administración, con Andrés Manuel López Obrador, como el de la niña Heidi Pérez, de cuatro años, que murió en septiembre, también en Nuevo Laredo, supuestamente por disparos de militares, sin que hasta ahora el Ejército haya explicado cómo pudo suceder.

Hay ciudades en México, regiones enteras, que viven guerras de baja intensidad. La vida se abre hueco entre persecuciones y tiroteos y a veces parece que todo está bien. Pero el aire carga pólvora y a la mínima prende, criminales contra criminales, delincuentes contra soldados… Aparece entonces la guerra y sus modos, más en ciudades como Nuevo Laredo, donde no hay policía municipal desde hace años y resulta complicado ver una patrulla de la estatal. Los militares son allí autoridad y a mucha gente le parece bien.

Un vecino del lugar donde ocurrió la agresión el domingo decía esta semana que si los militares actuaron como lo hicieron sería por algo. No era un fanático, ni un seguidor acérrimo del Gobierno, solo un joven que vive a 10 metros de donde cayeron esta vez los muertos. “Ellos hacen su trabajo”, decía. “Si les dieron el alto, ¿por qué no pararon? A mí hace poco me dieron el alto, yo traigo mi carro así deportivo, con los vidrios polarizados. Volvía del cine con mi novia. Me detuvieron, pidieron permiso para revisar la cajuela. Todo bien. Ellos no matan así porque sí”.

La guerra y sus modos. Conducir rápido una camioneta del año es para unos una manera natural de acercarse a lo prohibido, una forma de rebeldía. Para otros, un gesto que trasciende lo rebelde y enmarca a sus protagonistas en el terreno de lo erradicable. Estos días, la discusión en Nuevo Laredo se movía alrededor del acelerón de los muchachos, el motivo, si es que lo hicieron. ¿Huían de los militares por miedo, por rechazo? ¿Escondían algo? ¿Aceleraron o conducían rápido, extasiados por su propia juventud?

Importa lo anterior porque se asume como preámbulo de la agresión castrense. Un arrancón como ejemplo de actividad criminal. Lo cierto es que no hay nada más, ahora mismo, que explique los disparos. La Secretaría de la Defensa ha tratado de zanjar el caso, aportando datos que ni siquiera corresponden al informe que rindió el mando de los soldados sobre el terreno aquel día.